La Ciudad de México ha sido históricamente una megalópolis construida bajo la lógica del siglo XX: la adoración al automóvil.
A pesar de los discursos progresistas sobre movilidad sustentable, la realidad diaria para el peatón y el ciclista es una lucha constante por la supervivencia.
Los datos son claros: la infraestructura, la inversión y la planeación central siguen marginando a quienes optan por la movilidad activa, convirtiendo el caminar o pedalear en un acto de heroísmo, y con frecuencia, en una sentencia de riesgo.
El ciudadano de a pie, que es el inicio y fin de cualquier viaje, es el gran exiliado del diseño urbano capitalino. El espacio público se distribuye de manera brutalmente inequitativa. Mientras que un vehículo particular, que transporta en promedio a 1.5 personas, ocupa alrededor de 10 metros cuadrados de asfalto y estacionamiento, el peatón es confinado a banquetas estrechas.
¿Cuántos miles de millones se han invertido en soluciones que solo agudizan el problema? El caso es dramático. Desde los "segundos pisos" que prometieron velocidad y solo consiguieron trasladar el embotellamiento a otro punto, hasta la proliferación de pasos a desnivel y túneles.
Todas estas obras tienen un denominador común: glorifican el tránsito vehicular mientras degradan el entorno del ser humano a pie.
Las aceras son angostas, están rotas, invadidas por puestos de comercio informal (necesario, pero mal regulado) o, peor aún, por los propios autos que se sienten dueños del espacio. El peatón debe sortear alcantarillas abiertas, baches y basura, todo en una carrera de obstáculos diaria donde la meta es no ser atropellado.
Esta no es una falla de mantenimiento; es una declaración de prioridades políticas: el flujo vehicular vale más que la vida o la dignidad del peatón.
Los datos de la Secretaría de Movilidad (SEMOVI) y de las organizaciones civiles son contundentes: los peatones y ciclistas representan consistentemente el mayor porcentaje de víctimas mortales en hechos de tránsito en la CDMX (cifras que suelen superar el 50% de las fatalidades). Esto no es casualidad, es la consecuencia directa de una infraestructura que prioriza la velocidad del motor sobre la seguridad del cuerpo humano.
La seguridad vial no es una prioridad de inversión para el gobierno central, sino una preocupación secundaria que se atiende con paliativos, no con planeación estructural.
Aunque la CDMX ha expandido su red de ciclovías en los últimos años, gran parte de esta red se compone de carriles confinados con pintura simple, que ofrecen una protección mínima frente a la invasión constante de automovilistas.
La falta de barreras físicas robustas y la escasa fiscalización (no se implementan multas de forma efectiva por invadir el carril ciclista) hacen que estas vías dejen de ser un espacio seguro. El ciclista debe integrarse frecuentemente al tráfico, aumentando drásticamente su riesgo.
La CDMX no ha logrado conectar los nodos de transporte masivo (Metro y Metrobús) con infraestructura ciclista segura, obstaculizando la verdadera intermodalidad.
La priorización del automóvil contribuye directamente a los altos niveles de contaminación atmosférica, generando costos de salud pública asociados a enfermedades respiratorias.
Las ciudades que fomentan la movilidad activa son más eficientes. Al no invertir en una movilidad segura, se fomenta el uso del auto y se perpetúan los embotellamientos, que generan pérdidas económicas incalculables por horas-hombre perdidas.
La ciudad se vuelve hostil para los más vulnerables (niños, ancianos, personas con discapacidad), limitando su autonomía y su derecho a disfrutar del espacio público.
El gobierno central de la CDMX debe dejar de prometer y empezar a re-dibujar la ciudad con la métrica humana como eje. La verdadera inversión en movilidad no son los distribuidores viales, sino una banqueta funcional, un cruce seguro y un carril ciclista que garantice la vida. De lo contrario, seguiremos siendo una metrópoli moderna con una planeación urbana suicida.
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