Coordenadas Políticas/Martín Aguilar/La anarquía, un cáncer político

Desde hace más de dos décadas, una figura recurrente aparece en las marchas más encendidas del país: jóvenes vestidos de negro, encapuchados, con piedras, palos o botes de aerosol en las manos.

 

Han reaparecido ahora en las marchas en contra de la gentrificación, destruyendo todo lo que encuentran a su paso, entre ellos el MUAC y librerías de la UNAM.

 

A veces con rabia legítima, a veces con furia gratuita, pero casi siempre incomprendidos o reducidos a estereotipo. Les llaman el *bloque negro*. Y aunque no son una organización ni tienen una estructura definida, representan un síntoma de los tiempos: hartazgo, desconfianza y ruptura con las formas tradicionales de protesta.

 

El bloque negro no nace en México, pero aquí ha echado raíces. Importado como táctica desde los movimientos anarquistas europeos —y reforzado por la estética del anonimato como escudo—, este bloque se consolidó en las calles mexicanas durante las grandes movilizaciones sociales del siglo XXI.

 

En particular, desde el 2006: Atenco, Oaxaca, la toma de protesta de Enrique Peña Nieto en 2012, las protestas por Ayotzinapa, las movilizaciones feministas a partir de 2019. En cada uno de esos momentos, hubo encapuchados que eligieron el choque directo, la destrucción de símbolos del poder o la intervención estética sobre monumentos que otros prefieren preservar.

 

La periodista Laura Castellanos explica que los grupos ecoanarquistas surgidos desde aproximadamente 2007 han crecido realizando acciones directas como sabotajes (bombas molotov en cajeros, pintas, tiendas de productos de piel, etc.), subrayando que evitan causar daño a personas y que sus acciones responden a cuestionamientos al sistema capitalista y sus prácticas extractivistas.

 

Ella también destaca que no todos los grupos anarquistas avalan estas tácticas, aunque en sus declaraciones mencionan no haber lesionado civiles hasta el momento

 

¿Quiénes son? Esa es una de las preguntas sin respuesta clara. No hay líderes visibles, ni voceros, ni demandas negociables. Se organizan por afinidad ideológica, más que por estructuras formales. Muchos son anarquistas, otros simplemente están hartos. Algunos son activistas con formación política, otros adolescentes en busca de sentido o espacio.

 

Para las autoridades, son vándalos; para algunos sectores de la izquierda, son provocadores; para otros más, son parte necesaria de un espectro de protesta que ya no cabe en los moldes de las pancartas y los discursos.

 

Son células autónomas e independientes entre sí —a veces de un solo miembro—… no tienen jerarquías ni líderes… no buscan el poder sino resquebrajar al sistema.

 

Son jóvenes de zonas medias o periféricas de la Ciudad de México, muchos de origen muy modesto. Ellos no quieren el poder, quieren destruirlo, creen que el Estado es una mentira.

 

Emplean materiales accesibles en cualquier ferretería: pegamento, martillos, pintura, gas butano, piedras; no utilizan armas de fuego ni explosivos letales.

 

Tuvieron un auge muy grande en el 2008, 2009, 2010, con más de 200 ataques.

 

No hay un solo pensamiento anarquista. Hay algunos que son de línea vegana, están en contra del maltrato animal, los que están en contra de las construcciones y están por lo verde. Están los libertarios que están en contra de las prisiones… (hay grupos como el) Frente de Liberación Animal o el Frente de Liberación de la Tierra.

 

Los grupos anarcos mexicanos están en contra de la violencia contra las personas por muchos motivos, algunas veces los ven como víctimas del Estado, otros los ven como iguales a los animales y, por lo mismo, personas a las que hay que defender. Por otro lado, están en contra de los símbolos del Estado:

 

No han llegado en México al grado de atentar en un lugar público… En México están en contra de atacar a las personas porque defienden a los animales y creen que los seres humanos son una especie de animal, ¿por qué vamos a atacar a un animal que es víctima del Estado?

 

En 2009 la periodista Laura Castellanos y quien esto escribe tuvimos oportunidad de entrevistar en la clandestinidad a integrantes de grupos anarquistas radicales, cuyo texto se publicó originalmente en la revista Gatopardo.

 

El bloque negro es también reflejo de una desconfianza radical en el sistema: no creen en los partidos, ni en los gobiernos, ni en las instituciones, ni en las marchas "ordenadas". No quieren cámaras, ni aplausos, ni resoluciones parlamentarias. Su lógica es otra: sabotear, desobedecer, cuestionar. Y eso incomoda.

 

En los últimos años, un giro notable ha sido la incorporación de mujeres jóvenes —muchas feministas— a esta táctica. Durante las protestas contra los feminicidios y la violencia sexual en 2019 y 2020, el bloque negro adoptó nuevos rostros: jóvenes que pintaban monumentos, rompían cristales de dependencias públicas o prendían fuego a estaciones del Metrobús. Fue entonces cuando el discurso se tensó aún más: ¿era vandalismo o protesta legítima? ¿Era feminismo radical o uso político de la rabia?

 

La respuesta es incómoda, como todo lo que el bloque negro plantea. Su sola presencia, su estética, su silencio organizado, rompen con la narrativa oficial de la protesta como acto cívico y ordenado. En un país donde se criminaliza fácilmente la indignación, el encapuchado es el enemigo perfecto: no tiene rostro, no da entrevistas, no entra en la lógica de la representación política.

 

Pero ignorarlos o reducirlos al cliché de "revoltosos" es un error. El bloque negro es también un termómetro. Cuando aparece, es porque algo está muy mal. No salen por gusto ni por moda: salen cuando las vías institucionales ya no ofrecen salida, cuando el sistema de justicia falla, cuando la represión se normaliza o cuando el dolor colectivo ya no encuentra eco.

 

Eso no significa justificar la violencia ciega ni aplaudir cada piedra lanzada. Pero sí obliga a mirar más allá del pasamontañas. Porque detrás de cada capucha hay una historia, una frustración, una causa, o al menos una pregunta que nadie más está respondiendo.

 

En estos tiempos de polarización y simulación, el bloque negro sigue siendo incómodo. Pero tal vez eso sea precisamente lo que lo vuelve indispensable. 

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