Me encantaría pensar que a unos días de que se realice la primera elección del Poder Judicial en la historia de México existe un amplio debate respecto a sus alcances; que la ciudadanía está discutiendo álgida mente quiénes serán los próximos impartidores de justicia; que los medios de comunicación han esclarecido los riesgos de un cambio de esta magnitud; que en las universidades se han multiplicado los foros donde se reflexiona sobre el modelo de justicia por construir…
Pero no. Lejos de una deliberación pública robusta, lo que domina es la confusión y la apatía. Y es que, para muchos, la idea de poder elegir jueces se presenta como una simple extensión de la voluntad popular.
Bajo ese entendido, lo más preocupante es que una parte de la discusión ha sido capturada por una supuesta lógica plebiscitaria: por un lado, quienes invitan a votar entendiendo la participación como un acto histórico, republicano o democrático; por el otro, quienes rechazan de forma tajante ser parte de este experimento, argumentando una validación cómplice de un proceso que compromete la integridad jurisdiccional.
Ambos grupos, aunque se asumen como antagónicos, se parecen bastante: se parapetan en una supuesta superioridad moral que bloquea matices y reduce el debate a ideologías. Lo que predomina es una confrontación binaria donde razonar se torna sospechoso.
De ahí que este no pretende ser un artículo más para descalificar a quienes optan por abstenerse, ni señalar como ingenuos a quienes deciden participar. Mucho menos ofrece un listado de perfiles que merecerían llegar a ocupar un cargo (como si esto no estuviera condicionado por lógicas sesgadas y cuotas de poder). Pretender que el debate pase por evaluar nombres específicos es una forma de desviar la atención del problema estructural: el diseño institucional defectuoso, la falta de garantías y la captura del proceso por intereses partidistas.
A estas alturas, me parece inútil intentar convencer a alguien sobre la pertinencia de ejercer, o no, un derecho político en este contexto. Para mí, la cuestión ya no es votar o no votar, sino advertir la banalización del acto mismo: la carga simbólica que se impone a una acción individual en un sistema de responsabilidades colectivas.
Pretender marcar unas cuantas casillas enmienda décadas de déficits en materia de justicia es una soberana ingenuidad. ¡Cuánta razón tenía Nino al advertir que difícilmente puede hablarse de deliberación cuando se espera que decisiones de enorme complejidad se resuelvan con un simple "sí" o "no" en las urnas!
Que cada uno asuma su decisión con responsabilidad y, sobre todo, con plena conciencia de lo que está validando con ella. Por mi parte tengo claro que no contribuiré, aunque sea mínimamente, a un proceso que considero viciado. Mi negativa antes que una renuncia política, es una forma congruente de ejercer mis derechos; de ahí que, a continuación, divididas en cuatro categorías (pragmáticas, de principios, democráticas y personales), expongo diez razones en las que justificó por qué me resulta más responsable no votar que sí hacerlo.
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