Fwd: Coordenadas Políticas/Martín Aguilar/Donde manda capitán

En México, proteger el medio ambiente es casi una sentencia de muerte. Según datos de Global Witness, nuestro país sigue entre los más peligrosos del mundo para quienes defienden la tierra, el agua y el aire.

 

Y no es un puesto de último momento: aquí no necesitas enfrentarte a un lobby petrolero internacional, basta con que defiendas un río, un bosque o un pedazo de tierra comunal para que el crimen organizado, intereses empresariales y, sí, también el Estado, te pongan en la mira.

 

Con este escenario, resulta casi tragicómico escuchar a la Presidenta autoproclamarse "ambientalista". Porque ser ambientalista no es posar junto a un árbol recién sembrado o inaugurar un parque con jardineras nuevas; ser ambientalista en México, hoy, es poner en riesgo la vida. Es hacer frente a un sistema que no protege ni a la gente, ni a la tierra que pisan.

 

La ironía es dolorosa: tenemos un gobierno que se pinta de verde, mientras deja que el verde real sea arrasado. Que presume "compromisos internacionales" mientras aquí, en casa, defender un manglar o impedir una obra ilegal se paga con amenazas, desapariciones o asesinatos. Y eso no es discurso opositor: son las cifras, las hemerotecas y los entierros.

 

Si pensamos en la CdMx, la historia se cuenta con otros números, pero el mismo guión. La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT) recibió el año pasado ocho mil 471 denuncias ciudadanas. Y aunque la PAOT no tiene facultades para sancionar ni detener obras —es un órgano investigador—, esos miles de casos reflejan un grito ciudadano frente a abusos que, la mayoría de las veces, no encuentran freno real. La pregunta es: ¿cuántas de esas denuncias se atendieron con resultados tangibles y cuántas terminaron archivadas mientras el daño continuaba?

 

Porque la violencia contra el medio ambiente no siempre viene en forma de sicarios o amenazas directas. A veces llega disfrazada de permiso exprés, de omisión intencional, de autoridades que miran hacia otro lado. El resultado es el mismo: perder territorio, perder agua, perder aire limpio.

 

Y, por si hiciera falta una prueba más de la hipocresía ambiental, ahí está el Tren Maya, el megaproyecto que prometía "desarrollo sustentable" y terminó siendo un ecocidio a cielo abierto. Selva devastada, cenotes contaminados, fauna desplazada. Todo en nombre de un progreso que nunca pidió permiso a la naturaleza… ni a quienes la habitan.

 

En un país que se pinta a sí mismo como líder climático, los verdaderos defensores no son premiados ni protegidos. Son perseguidos. Y las "agendas verdes" se reducen a comunicados de prensa, campañas para la foto y discursos donde la palabra sostenibilidad cabe junto a megaproyectos depredadores.

 

Mientras tanto, quienes sí arriesgan la vida por la tierra que habitamos siguen siendo asesinados. Y el Estado, ese que presume cuidar el medio ambiente, sigue siendo parte del problema. 


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